
El fenómeno inesperado e incontrolable de la pandemia que padecemos, y que nos acompañará durante bastante tiempo, ha impactado en la conciencia de la ciudadanía con una fuerza arrolladora. El miedo hacia lo desconocido de sus causas, junto a la evidencia mortífera de sus efectos y la expansión planetaria de la capacidad de contagio, nos ha devuelto la conciencia de la finitud de la vida y de la debilidad de los fundamentos sobre los que está construida la estructura social y económica de un mundo globalizado e interdependiente que se nos desvela distinto. En el ámbito de la justicia los efectos producidos son los de un terremoto cuyos destrozos todavía no somos capaces de calcular.
El periodo de confinamiento forzoso ha inoculado en muchas conciencias una especie de hechizo que ha paralizado el engranaje vital al que estábamos sometidos, pero los problemas de los ciudadanos se incrementan exponencialmente y la gravedad de los conflictos jurídicos y económicos está todavía por evaluar.
Es posible que todo vuelva a su cauce, como ocurre a nivel individual cuando se supera felizmente una enfermedad. Pero, de momento, estamos viviendo una especie de catarsis colectiva que propicia la necesidad de reflexionar sobre muchos y diferentes aspectos de la vida social. Se ha comenzado cuestionando la infraestructura sanitaria, el sistema económico, los métodos de enseñanza y las instituciones políticas que no solo han mostrado su incapacidad para hacer frente a lo que está pasando, sino que nos han mostrado una imagen torpe e incluso ridícula de su funcionalidad, necesitada de una reformulación profunda a nivel nacional e internacional.
Para los juristas, el tsunami de la COVID-19 también nos ha mostrado una realidad: salvo para actuaciones muy urgentes toda la maquinaria judicial ha estado desaparecida durante tres meses. El proceso de reactivación nos muestra la ineficiencia del sistema y la inoperancia de la difusión competencial entre las diversas administraciones que convergen en la gestión del trabajo de los tribunales, lo que hace planear la duda de la conveniencia de un cambio estructural, e incluso la necesidad de una concepción nueva del servicio público de la justicia.
El profesor de filosofía de la Universidad Autónoma de Barcelona, Daniel Gamper, señala gráficamente que hasta ahora veíamos la realidad escondida tras un espejo, y que ahora esa ilusión se ha desvanecido o, cuando menos, se ha fracturado el cristal y se ha transformado en un extraño caleidoscopio.
Se habla de que estamos ante un hito en la historia de la humanidad que marcará un antes y un después, y es cierto. Pero tampoco se ha de atribuir tal importancia al famoso virus. Ha coincidido el principio del siglo XXI con toda una serie de circunstancias de tanta o mayor trascendencia, como la eclosión de la tecnología a nivel global, el cambio climático y la crisis del sistema económico o el imperio de la “populocracia” instrumentalizada por los monopolios informativos que manipulan la verdad. Es preocupante, como enfermedad social, el fenómeno perverso de la indiferencia ante la mentira. Y frente a este fenómeno, la perversa utilización de la justicia como instrumento de la política, con un deficiente sistema de justicia burocrático que sirve de campo de batalla a intereses inconfesables, ante la mirada atónita e impotente de la ciudadanía.
Existe una coincidencia esencial en los filósofos del derecho contemporáneos, entre los que cabe citar a Habermas, Rawls, Ferrajoli, o a los españoles Emilio Lledó o Atienza que, para la construcción del nuevo sistema de valores en la sociedad avanzada del futuro, el rol de la Justicia es el elemento vertebrador y decisivo, tal vez como nunca lo ha sido. En este escenario, la abogacía debe garantizar los derechos fundamentales del ser humano y la realización individual y social del sentimiento de lo justo, frente a los peligros que entraña un mundo dominado por la tecnología y por la concentración del poder político y económico. Para cumplir esta función se necesita un poder judicial independiente, competente y eficaz.
Pues bien, en este momento estamos viviendo en España la mayor crisis del sistema judicial desde la instauración de la democracia. Esta situación no ha surgido de la noche al día con la pandemia del COVID-19, aun cuando ha servido de catalizador para que se rompa el espejo. No entraremos en comentar la surrealista estructura de los órganos de gobierno y control, impropia de un país democrático. Pero sí debemos señalar que la consecuencia de tal despropósito es la situación de los juzgados y tribunales: alarmante insuficiencia de recursos humanos y materiales, gestión kafkiana de las oficinas, tanto por su obsolescencia como por la distribución de las competencias entre el CGPJ, el Ministerio de Justicia y las consejerías de las comunidades autónomas, nefasta política de las especializaciones y alarmantes deficiencias en el acervo legislativo.
La posición de los jueces en estas condiciones es de enorme vulnerabilidad. La imposibilidad material de atender la enorme carga de litigiosidad, que se ha venido incrementando año tras año desde la crisis económica de 2008, se ha multiplicado como consecuencia de la paralización de la actividad judicial durante el estado de alarma, y por las perspectivas que lamentablemente se confirman son las de un colapso definitivo antes de final de año por el impacto de la crisis. Sin mencionar la sobrecarga que se añade por la judicialización de la política y el incremento de los casos de corrupción.
Situaciones similares a la que nos encontramos ya se han dado en otros países donde hemos visto cómo ha sido precisamente la abogacía la que ha impulsado mecanismos útiles y eficaces para afrontar la reforma de la justicia ante los nuevos retos de la sociedad. El sector profesional que mayor interés tiene en contar con una excelente judicatura y una eficaz estructura del sistema de justicia es, sin duda alguna, la abogacía, que es el rompeolas al que llega la conflictividad social. Los tribunales conforman, en todo caso, la retaguardia, el baluarte al que se acude cuando no es posible la restauración del derecho por la propia acción preventiva y negociadora de los abogados.
El verdadero reto es el de reforzar el papel del abogado como verdadero jurisconsulto, como profesional en el que los ciudadanos confían para que les ayude a conformar de manera racional las relaciones jurídicas y a superar los problemas que se les plantean en la vida económica y social. De lo que se trata es de prevenir y de reducir a lo imprescindible y necesario la actuación de los tribunales, y devolver a la abogacía el papel pacificador que ha desempeñado en la sociedad históricamente.
Se ha implantado el error conceptual de considerar que la justicia son los jueces, cuando no es cierto: emana del pueblo, y entre los ciudadanos son los abogados los verdaderos expertos en el manejo de las normas jurídicas, y también las personas que, desde un alto prestigio ético y social, orientan, aconsejan y defienden ante los tribunales cuando es necesario. Sin embargo, el afán por plantear las discrepancias ante los tribunales con la obsesión de vencer al contrario, ha hecho que se hipertrofie el aparato burocrático de la justicia. Por esta razón, ante la quiebra del sistema que estamos viviendo, es necesario, que la abogacía realice un esfuerzo de modernización y genere otros mecanismos de resolución de controversias más ágiles y eficientes, evitando en lo posible acudir a los juzgados y reservando las actuaciones ante los mismos a aquellos asuntos, que todavía serán muchos, en los que resulte verdaderamente necesaria la sentencia judicial.
Es en esta perspectiva en la que se ha de enmarcar la mediación, como instrumento de negociación genuino propio de la abogacía para establecer, por la vía del diálogo, las soluciones consensuadas de cada conflicto. Con plenas garantías de calidad, rapidez y eficiencia.

Pascual Ortuño
Presidente de la Sección 12ª de la Audiencia Provincial de Barcelona. Exdirector de la Escuela Judicial española