
Daron Acemoğlu y James Robinson han escrito un bello y profundo ensayo, titulado El Pasillo Estrecho, en el que tratan de explicar por qué unos países son más libres y prósperos que otros. Opinan que la libertad, definida como ausencia de dominancia del Estado, las élites y la sociedad en su conjunto, constituye condición necesaria para el crecimiento económico sostenido. Porque si bien es posible el crecimiento en regímenes autoritarios, como lo demuestra la propia experiencia española en los años 60, tal prosperidad tiene las alas cortas. El crecimiento sostenido se manifiesta en sociedades donde se promueve y protege la innovación, fuente de continuas mejoras de la productividad. La innovación es hija de la creatividad y la creatividad se ve seriamente impedida en ausencia de libertad.

Para que florezca la libertad, tanto el Estado como la Sociedad Civil deben ser fuertes. Se necesita un Estado fuerte para monopolizar la violencia, hacer cumplir las leyes y proveer aquellos servicios públicos que son indispensables para que el pueblo pueda ejercer sus derechos y perseguir sus sueños. Sin una Sociedad Civil fuerte el poder del Estado tiende a descontrolarse, cercenando las expectativas de los mejores en beneficio de los privilegiados.
La libertad surge y fructifica en un pasillo estrecho en el que las fuerzas del Estado y de la Sociedad Civil se equilibran, en el que el crecimiento económico se utiliza eficaz y efectivamente para robustecer ambos polos de poder, donde el Estado se sitúa junto a la Sociedad Civil y no aspira a dominarla, y ésta se limita a controlar al Estado, sin perseguir su destrucción.
No es fácil entrar en el pasillo estrecho, aunque no exista una única manera de hacerlo. Por un lado, deben existir individuos – las élites políticas y económicas – con la voluntad de crear un Estado fuerte. Por otro, es imprescindible que los ciudadanos que no son parte de dichas élites, organizados institucionalmente o no, se sientan parte del juego político y ejerzan el control del Estado y sus élites. Esto último será tanto más fácil si las propias élites facilitan el ejercicio de la acción colectiva, empoderando a la Sociedad Civil y, lo que es más importante, articulando un proyecto con el apoyo de la más amplia mayoría posible. Dichas coaliciones son difíciles de crear y sostener, ya que el interés inmediato de las élites no pasa por robustecer a la Sociedad Civil sino por beneficiarse del ejercicio del despotismo, más o menos ilustrado y, además, los miembros de la Sociedad Civil suelen anularse los unos a los otros por miedo a que uno de ellos ejerza la tiranía de las élites.
Pero lo necesario no es siempre imposible. Tanto Solón en la Grecia antigua, como Disraeli en la Inglaterra victoriana, Branting en la Suecia de entreguerras, Roosevelt con su New Deal y Mandela tras el oprobio del apartheid, actuaron como traidores a su clase con el fin de crear coaliciones de amplio espectro, guiadas por un proyecto de libertad. Todos ellos crearon sociedades más unidas y solidarias, más libres y creativas, determinadas a reforzar sus estados en aras del logro de un proyecto común.
Por unas u otras razones, la historia de España ha discurrido en su mayor parte fuera del pasillo estrecho, aunque, gracias a las instituciones legadas por el Imperio Romano y del derecho consuetudinario de visigodos y de los Reinos cristianos de la Edad Media, nunca se haya navegado demasiado lejos del mismo. Me atrevo a sostener que España solo consiguió entrar en el pasillo estrecho durante la Transición, y lo hizo gracias a personajes como el Rey Juan Carlos I, Adolfo Suárez, Felipe González, Santiago Carrillo, Manuel Gutiérrez Mellado, y tantos otros que, actuando como verdaderos traidores a sus respectivas clases, fueron capaces de crear una amplia coalición para la modernización del país y su normalización dentro de Europa.
Una vez consolidada la democracia y tras la entrada de España en la Comunidad Económica Europea, primero, y en la Unión Monetaria Europea, en segundo lugar, el proyecto se agota y la coalición se rompe. El contexto internacional no nos favorece: la Gran Recesión de 2008, la crisis del euro de 2012, el crecimiento del populismo, la crisis migratoria, la pandemia … La sociedad se divide, sus élites, tanto las de uno como de otro signo, se reencuentran con sus viejos dogmas y prejuicios, la sociedad pierde el entusiasmo.
La ausencia de un proyecto atractivo arrastra a los españoles hacia los acantilados de sus viejas rencillas. Resurge el “particularismo” de la España invertebrada, al que se refería Ortega, y, como antaño, cada grupo, sea económico, social o político, cada territorio, deja de actuar fraternalmente para tratar de imponer directamente su voluntad. Cunde el desánimo, el desencanto y la falta de esperanza que ya nos hipotecó a finales del siglo XVII. Se confunde crisis con decadencia y se envalentonan los peores: los reaccionarios de todo color, los que quieren dar marcha atrás para repetir lo ya ensayado y fracasado, los que pretenden que los españoles vuelvan a tener miedo de sí mismos, como lo hicieron desde 1808 a 1975.
Para evitar un nuevo retroceso, necesitamos que aparezcan de nuevo los traidores a su clase; surgidos de la vitalidad de un pueblo, más culto, más internacional y menos acomplejado que nunca; decididos a formar una amplia coalición que se ilusione con un nuevo proyecto: el proyecto de la incorporación de las Españas a una Unión Europea comprometida con el estado de derecho, los derechos humanos, la protección de nuestro medioambiente, la innovación y la ciencia, y el crecimiento global. A los españoles, ricos o pobres, de aquí o de allá, solo puedo pedirles que no se encierren en sí mismos ni con los “suyos” y que no condenen a los traidores a su clase si lo que defienden y proponen es ese proyecto integrador. Nos va el futuro en ello.
Artículo publicado originalmente en el Blog de Fide en El Confidencial