
La política es un ensalmo de paradojas, certidumbres relativas e incertidumbres absolutas.
Probablemente no haya diferencias con los comportamientos naturales del ser humano, quizá acrecidos en la lucha de poder por la lupa de la soberbia y del egocentrismo. Entre las múltiples paradojas de la actividad política, las hay que pueden ser narradas, a fuerza de no ser creíbles, pero las hay que no pueden ser relatadas, a fuerza de ser ciertas. Pero la que voy a narrar ahora, además de poder ser narrada, por increíble que pueda parecer, fue cierta, tan cierta que espanta la coherencia y el sentido más íntimo de la lógica. Corría el 31 de mayo y comparecía a primera hora en el Senado para dar cuenta de los presupuestos de la Secretaría de Estado. A esa misma hora, en un plano convexo, se sucedía en el Congreso de los Diputados el debate que, a la postre, abocaría en la aprobación de la moción de censura por el nuevo Presidente del Gobierno. Huelga decir que los senadores en mi Comisión estaban teletransportados a otra esfera planetaria, la de la Carrera de San Jerónimo. Y fueron tomando asiento para comenzar mi sesión de control.
Al punto de empezar la sesión, cuando el Presidente de la Comisión comenzaba a poner orden en la sala, caí en la cuenta de que nada era lo que parecía. El principal grupo de apoyo al Gobierno iba a pasar a la oposición en el periodo de dos días, de modo que la encendida defensa del presupuesto quedaría en una aporía si correspondía al nuevo Gobierno su impulso definitivo. El principal partido de la oposición en ese momento se iba a convertir, por arte de birlibirloque, en la fuerza parlamentaria que apoyaría al nuevo Gobierno, de modo que toda la crítica presupuestaria revertiría en menos de una semana. Las posibles fuerzas políticas que respaldaban la moción de censura abatirían sus críticas en el momento en que el candidato propuesto en la moción de censura fuese investido. Las fuerzas nacionalistas, en uso consuetudinario de la capitalidad parlamentaria, reprocharían la escasa dotación de determinadas partidas presupuestarias, a pesar de que, por pura dicotomía intelectual, que es barbarie ilógica, nieguen que el Estado tenga competencias en la materia. Pero la pasta es la pasta. Y estaban los que asistían impasibles al revés de la trama porque habían apoyado el presupuesto. Su aliado mutaría en un día, y sin dejar de mostrar, en cambio, los dientes en todo momento, pues al poder se puede acceder por la estética dental. Y en esta batahola de eufemismos y lugares comunes, de parábolas y citas de almanaque, opté por hablar de Benedetti ante la mirada perpleja del Presidente de la Comisión.
En 1959 publica el maestro uruguayo su libro “Montevideanos” y, entre espacios de ficción y realidad, a la costumbre del escritor, hay un relato titulado “El presupuesto”, una narración que transita por la rutina burocrática de la oficina administrativa para ofrecer una visión, universal por común, de la percepción que los empleados públicos tienen del presupuesto. En los inicios de su carrera literaria, Benedetti bucea en la normalidad de determinados ambientes caracterizados por la invariabilidad cotidiana y la inmutabilidad para inferir determinadas conductas que tienen rango de universalidad. El microcosmos de la oficina, con sus sevicias jerárquicas, hipocresías e incapacidades sirve a Benedetti para que sus personajes se revelen o para que se axfisien definitivamente. No hay un “I would prefer” como en Melville, sino una resignación antropológica de Mar de Plata y tarde en el cerro de Montevideo. “El presupuesto” es paradigma de afasia y de estoicismo, de renuncia al movimiento como una forma de movimiento de renuncia, y todo porque la narración se convierte en un resumen circular de la vida en muchas oficinas, en las que las expectativas estériles sirven de coartada para justificar el día a día, y así hasta la jubilación. El irrenunciable sujeto lírico del poema “Después” del mismo Benedetti: “El cielo de veras no es éste de ahora/el cielo de cuando me jubile/durará todo el día/todo el día caerá/como lluvia de sol sobre mi calva./…/ Nadie pedirá informes ni balances ni cifras/y sólo tendré horario para morirme”. Un sujeto lírico alienado, con una ansiedad paralizante, que llega al punto de arrojar de sí incluso el sentimiento de tristeza, puesto que las exigencias del trabajo no le permiten satisfacer sus necesidades como individuo: “Es raro que uno tenga tiempo de verse triste:/siempre suena una orden, un teléfono, un timbre,/y, claro, está prohibido llorar sobre los libros/porque no queda bien que la tinta se corra”./ Es la deriva existencial y nihilista de varios perfiles de la obra de Benedetti, incluido el protagonista de “La tregua”, Martín Santomé, un funcionario viudo que encuentra el amor, su tregua, en una compañera de trabajo, el trabajo o la monotonía existencial: “En mi historia particular, no se han operado cambios irracionales, virajes insólitos y repentinos. Lo más insólito fue la muerte de Isabel./…/ Pero estoy demasiado alerta como para sentirme totalmente feliz. Alerta ante mí mismo, ante la suerte, ante ese único futuro tangible que se llama mañana. Alerta, es decir: desconfiado”.
A mi memoria viene en este punto, un conmovedor poema de uno de nuestros grandes poetas del siglo anterior, Rafael Morales, titulado “La oficina” perteneciente a “La máscara y los dientes” de 1962, en el que se refleja el estado de alienación del oficinista, abismado en su trabajo intemporal e impersonal, tan ajeno a él: “Y el hombre ante su mesa con un mar de papeles/que exigen, que demandan, que ruegan, que lamentan,/ escribe largas cartas, sin corazón, con números,/escribe nombres, calles, escribe indiferencia./Pudo escribir: el Prójimo no existe. Pero puso/sobre el papel timbrado: No puede ser. La empresa/es totalmente ajena a su desgracia. Y luego/firmó por orden. Rubricó. Puso la fecha./Las máquinas de escribir/van dejando en el papel/su mecánico decir”. Un año antes del poema de Morales, Carlos Muñiz escribía la obra de teatro “El tintero”, una obra formidable a caballo entre el clima claustrofóbico de Kafka y el teatro del absurdo. Es angustia e incomprensión las que se apoderan del oficinista Crock, hundido en una esquizofrenia latente:
“CROCK.- Ellos no comprenden nada. Van a lo suyo.
AMIGO.- Son hombres. Tendrán un corazón.
CROCK.- ¡Tienen una estilográfica! No piensan, firman. No respiran; instruyen expedientes. No mean; echan tinta”.
Eran los años sesenta, y la paz interior de la oficina se erige en un ejemplo de la paz de la clase medida. En la narrativa inaugural de Benedetti, el hombre medio, la mesocracia sobre la telecracia por venir, es el núcleo de la actividad, es el personaje base de sus narraciones, aquel que interactúa con el mundo exterior. La narración del relato arranca con una evocación al estatismo, a la fatalidad del hombre común en su oficina: “En nuestra oficina regía el mismo presupuesto desde el año mil novecientos veintitantos, o sea desde una época en la que la mayoría de nosotros estábamos luchando con la geografía y con los quebrados”. El narrador acepta resignadamente su destino, pero ansía a la vez que en algún momento todo pueda cambiar. La aspiración del arquetipo funcionarial es que sus condiciones laborales mejoren, lo que en esencia santifica que obtenga mejores condiciones retributivas y un mayor margen de gasto corriente para mejorar las condiciones de vida de su nicho administrativo: “Un nuevo presupuesto es la ambición máxima de una oficina pública. Nosotros sabíamos que otras dependencias de personal más numeroso que la nuestra, habían obtenido presupuesto cada dos o tres años. Y la mirábamos desde nuestra pequeña isla administrativa con la misma desesperada resignación con que Robinson veía desfilar los barcos por el horizonte, sabiendo que era tan inútil hacer señales como sentir envidia”.
La envidia es un motor propicio a la acción, pero también a la inacción, en las Administraciones. Conviven los empleados públicos con las comparaciones y se rebelan, a veces de manera beligerante, contra los agravios. No son infrecuentes los casos en nuestro sistema administrativo de costumbres en que la rutina y el decaimiento se revierten por obra y gracia de la desigualdad y de la injusticia. En medio de la rutina administrativa, no hay mayor incentivo al movimiento que comprobar que existen lugares y empleos mejor retribuidos y mejor considerados. Ahora bien, en el propio relato, hay señales de desfallecimiento, por cuanto cunde una sensación de alienación ante el destino fatal que retrata a no pocas organizaciones de entonces y de ahora: “Nuestra envidia o nuestras señales hubieran servido de poco, pues ni en los mejores tiempos pasamos de nueve empleados, y era lógico que nadie se preocupara de una oficina así de reducida”.
La rutina envuelve en el relato una forma de amnesia sobre el sentido último del trabajo de cada empleado en esa oficina. Parece que el tiempo diluye la conciencia y la consciencia de los personajes que albergan dudas sobre el significado mismo de los trabajos que realizan: “Jugábamos de cinco a seis, cuando ya era imposible que llegaran nuevos expedientes, ya que el letrero de la ventanilla advertía que después de las cinco no se recibían “asuntos”. Tantas veces lo habíamos leído que al final no sabíamos quién lo había inventado, ni siquiera qué concepto respondía exactamente a la palabra “asunto”. A veces alguien venía y preguntaba el número de su “asunto”. Nosotros le dábamos el del expediente y el hombre se iba satisfecho. De modo que un “asunto” podía ser, por ejemplo, un expediente”. El valor supremo de la oficina es la seguridad, entendida como estabilidad en el empleo: “En realidad, la vida que pasábamos allí no era mala. De vez en cuando el jefe se creía en la obligación de mostrarnos las ventajas de la administración pública sobre el comercio, y algunos de nosotros pensábamos que ya era un poco tarde para que opinara diferente. Uno de sus argumentos era la seguridad. La seguridad de que no nos dejarían cesantes. Para que ello pudiera acontecer, era preciso que se reunieran los senadores, y nosotros sabíamos que los senadores apenas sí se reunían cuando tenían que interpretar a un Ministro. De modo que por ese lado el jefe tenía razón. La seguridad existía. Claro que también existía la otra seguridad, la de que nunca tendríamos un aumento que nos permitiera comprar un sobretodo al contado”. Este balance de opinión escrito a mediados del siglo XX no puede tener mayor actualidad en nuestra época. La seguridad equivale a la paz, pero es una enredadera por la que entra la rutina que sólo aspira a romperse si sobreviene algún acontecimiento imprevisible pero deseable: “Esta paz ya resuelta y casi definitiva que pesaba en nuestra oficina, dejándonos conformes con nuestro pequeño destino y un poco torpes debido a nuestra falta de insomnios, se vio un día alterada por la noticia que trajo el Oficial Segundo. Era sobrino de un Oficial Primero del Ministerio y resulta que ese tío -dicho sea sin desprecio y con propiedad- había sabido que allí se hablaba de un presupuesto nuevo para nuestra oficina”.
Comienza a partir de ese momento a fluir el relato a partir de la esperanza del cambio, único punto de cesura en el eterno discurrir del río de la Administración Pública. Cada funcionario compromete nuevos gastos ante la expectativa de que el incremento del presupuesto va a ser inmediato. Y en esto que irrumpe la Contaduría, a la que ya se ha dado buena cuenta en otras obras, y si no que se lo digan a Arturo Pérez Reverte, en “Territorio Comanche”. En una venganza literaria, que supura visos de escarnio de realidad, Benedetti enferma al Contador y lo mata: “Primeramente, el Presupuesto estaba a informe de la Secretaría del Ministerio. Después que no. No era en Secretaría. Era en Contaduría. Pero el jefe de Contaduría estaba enfermo y era preciso conocer su opinión. Todos nos preocupábamos por la salud de ese jefe del que sólo sabíamos que se llamaba Eugenio y que tenía a estudio nuestro presupuesto./…/El día de su muerte sentimos, como los deudos de un asmático grave, una especie de alivio al no tener que preocuparnos más de él. En realidad, nos pusimos egoístamente alegres, porque esto significaba la posibilidad de que llenaran la vacante y nombraran otro jefe que estudiara al fin nuestro presupuesto”.
Desde ese momento, el relato desciende por el mundo del chisme y de la especulación, un virus violento que asola todas las Administraciones y que en el siglo XXI no tiene todavía cura. Al que descubra la vacuna contra esta pandemia, nadie le podrá negar el Premio Nobel, pero no de Medicina, sino de la Paz: “Otra vez supimos que el presupuesto había sido reformado. Lo iban a tratar en la sesión del próximo viernes, pero a los catorce viernes que le siguieron a ese próximo, el presupuesto no había sido tratado. Entonces empezamos a vigilar las fechas de las próximas sesiones y cada semana nos decíamos: “Bueno, ahora será hasta el viernes. Veremos qué pasa entonces”. Llegaba el viernes y no pasaba nada”. El momento crítico, por único, del relato, y, por consiguiente, de sus vidas, es la entrevista que van a mantener con el Ministro: “Conversar con el Ministro no es lo mismo que conversar con otra persona. Para conversar con el Ministro hay que esperar dos horas y media y a veces ocurre, como nos pasó precisamente a nosotros, que ni al cabo de esas dos horas y media, se puede conversar con el Ministro”. Será el Secretario quien finalmente les reciba, y daré testimonio de que este lance se mantiene actualmente por experiencia propia. Pero nada altera el margen de expectativa, y la frustración anida nuevamente en la oficina, que queda sumida nuevamente en el sopor y la abulia: “Cuando el jefe colgó el tubo, todos sabíamos la respuesta. Sólo para confirmarla pusimos atención: “Parece que hoy no tuvieron tiempo. Pero dice el Ministro que el presupuesto será tratado sin falta en la sesión del próximo viernes”.” El fin del relato soporta la comparación con cualquier momento y lugar, pues tan intemporal es el estado de decaimiento administrativo como la narrativa de Benedetti.
Esta es la historia del presupuesto. La historia siempre concebida y que se repite cada año. Y que da pábulo a no pocos debates y diatribas ciudadanas. Porque el presupuesto es un continuum, con un gasto cautivo recurrente que reduce a su mínima expresión el poder discrecional de las Administraciones. Y no es afirmación nueva, pues en sus crónicas parlamentarias, Fernández Flórez ya lo predicaba de los Ministros de Hacienda de la Segunda República: “Chapaprieta ha anunciado que reformará los presupuestos de Marraco, porque no hay tiempo de hacer otros. Marraco había reformado los de Lara. Lara, los de Carner. Carner, los de Prieto. Prieto, los de la Monarquía” Y Fernández Flórez acaba contando después la historia de una familia pobre, hasta el punto sra su pobreza que solo tenían un gabán, el del abuelo, que se iba zurciendo de generación en generación para uso de los descendientes. “Una esperanza mueve los crespones de nuestra tribulación: el señor Chapaprieta es un buen sastre”. Sastre y desastre. Tan lejos, tan cerca.
Un comentario
Muy buen post más de uno se sentirá identificado jeje