Umberto Eco en junio (o de promesas, juramentos, crucifijos y rosas)

"Hay hombres de palabra y hay palabra de hombres. Pero hay un momento íntimo, propio del estado de turbación subsecuente a un nombramiento, en el que hay que tomar una decisión única por irrepetible en la mayor parte de los casos. ¿Juro o prometo?"
Ilustraciones de Javier Montesol

Confieso que no escribo por imperativo legal, ni tan siquiera pongo a Dios por testigo de mis compromisos y de mis deberes naturales. Hay hombres de palabra y hay palabra de hombres. Pero hay un momento íntimo, propio del estado de turbación subsecuente a un nombramiento, en el que hay que tomar una decisión única por irrepetible en la mayor parte de los casos. ¿Juro o prometo? Es la primera decisión asociada al cargo, que todavía no han llegado las cargas. He podido comprobar cómo el pensamiento rudimentario de ese instante, sagrado o laico, se bifurca, y el dilema se plantea de una manera tan básica como binaria. Para los menos avezados en la materia, que luego convierten el debate sobre las promesas y los juramentos en un aquelarre sobre la aconfesionalidad del Estado, el juramento es una fórmula religiosa afeada a tardofranquistas, neomelancólicos y otros especímenes del catolicismo patrio, mientras que la promesa es una regla moderna, de vanguardia, propia de los moradores del siglo XXI. Porque hay quien llegó a decir recientemente que el modelo de toma de posesión del nuevo Gobierno suponía entrar en el siglo XXI. La próxima vez sería oportuno avisar que pasamos de siglo por aquello de comprar las uvas, y porque nos llevaríamos la insospechada revelación de que Obama sigue, al menos, en el siglo XX, ya que juró el cargo de Presidente de Estados Unidos no sobre una biblia, sino sobre dos. Pobre Presidente Obama que debe estar en el Pleistoceno, según los rigores del nuevo periodismo.

Si los hombres no faltasen nunca a su palabra ofrecida libremente, si no existiese el engaño y el artificio, no sería necesario invocar una autoridad superior o sería improcedente reforzar el compromiso. Quien falla a la palabra dada, por una razón esencial, difícilmente cumplirá con promesa dada. Se puede jurar por Hipócrates, que hay médicos, como también se puede jurar al uso trinitario. Se puede jurar a la usanza masónica, o la costumbre olímpica con permiso del barón de Coubertin. Se puede jurar como los “Horacios”, empeñando dar muerte a los “Curiáceos”, y tiempos corren para ello, o se puede jurar al estilo propio de Santa Gadea, que El Cid exigió a Alfonso VI, cerrojo de hierro y ballesta de palo. Años más tarde, Alfonso X añadió que “promisssion faciendo un ome a otro de su voluntad sobre cosa derecha e buena, tenudo es de la guardar; e si esto es en las promissiones que los omes fazen entre sí, quanto mas en las que fazen a Dios”. Para Plutarco, el que engaña con un juramento manifiesta temor a su enemigo, pero nulo respeto a Dios. O Swift que afirmaba que “las promesas y las costras del pastel se hacen para romperse”. Y en ese mismo pensamiento debía estar otro deán, de municipalidad moderna y diversidad múltiple, como era Tierno Galván, al que la galbana del nuevo igualitarismo le hubiese demolido en aquel momento inmortal de su fotografía con Susana Estrada. El alcalde dejó dicho que las promesas de los políticos no son, en principio, fiables, y maestro contemplativo fue de la realidad política para compartir esta reflexión en este punto.

Desde una perspectiva estrictamente semántica, que es por donde todo empieza y por donde todo debería concluir, la promesa entraña un rango de intensidad mayor que una mera declaración de parte, pero no alcanza en modo alguno el valor litúrgico y solemne de un juramento. El verbo “prometer” necesita dotarse de un prefijo y pronominalizarse, lo que demuestra que no es un verbo muy seguro que digamos. Y así es el uso y conciencia del término en la comunidad hispanohablante. Aunque justo, por justicia, es recordar también que la voz “jurar” no tiene una raíz religiosa o eclesiástica, como induce a pensar el clan de la modernidad, sino que procede de la familia del latín “ius”. En este dualismo confuso de posturas semánticas e imposturas políticas, debería recordarse que existen incluso en la tradición histórica fórmulas que combinan el juramento y la promesa. Entre los musulmanes, los emires juraban por sí en el nombre de Alá y prometían respecto de los súbditos en general. El Rey Felipe V juró ante Dios y ante los Santos Evangelios, posando su mano derecha en estos, y, a la par, prometía por su palabra real a las ciudades, villas y lugares de los Reinos. En Egipto, se juraba por los Dioses pero también por los frutos de las cosechas; en Persia, el sol se ponía por testigo del juramento; los escitas juraban por el aire; los hebreos juraban por un Dios Todopoderoso creador del cielo y de la tierra, “sacándola de la nada” y por la Ley de Moisés. Huelga decir que los ateos también pueden jurar por lo que mayor valor aprecien, incluida la moral individual o la ética de su grupo de pertenencia, en el caso de que lo tengan. Hasta si se lo propone, y acierta a entenderlo, un laicista contumaz y militante podría hacerlo y resistiría ese hecho un mínimo test de racionalidad. En la barahúnda de entendederas de la posverdad, hay quienes han sustituido la proposición “con lealtad al Rey” por “con lealtad a los ciudadanos y ciudadanas”. Uno de los casos más singulares fue el de un Concejal del Ayuntamiento de Madrid, ya depuesto de su cargo a mayor gloria de su incontinencia verbal en público y en privado, que prometió a la usanza de Santo Tomás, cuando se refería a los límites de la propiedad privada, puesto que al finalizar su promesa añadió “Omnia sunt communia” (“todo en común, todo de todos”). Eran los tiempos de la ocupación del Patio Maravillas en Madrid, mucho antes de las compras de casas de lujo en Galapagar. El Secretario del Pleno no entendió bien la expresión utilizada, lo que obligó al malhadado edil a repetir la frase y añadir “Pero vamos, que prometo”. Inteligencia hasta el final, no fuera que, entre tanto ejercicio de latín clásico, se quedase sin la presea de su acta de concejal.

El juramento es un profiláctico moral, vinculado a la honorabilidad de quien lo proclama, aún cuando, como decía Hipólito de Eurípides, los hay que han podido jurar por la boca, pero no por el corazón. Por eso mismo, la verbalización de la promesa o del juramento, que no es otra cosa que el consentimiento firme que da valor y eficacia a los actos, tanto en su dimensión privada como en la visión comunitaria que presenta la política, no es cuestión baladí ni intrascendente. Es más, la aceptación de determinadas fórmulas proferidas en los últimos años, por imperativo legal y otras mamandurrias, ha supuesto, en la práctica, dar cobertura y representatividad a quienes, en su mismo origen, cuestionan la base misma de su legitimidad como electos. En esta figuración, analícese el efecto que hubiese tenido el no reconocimiento de estas fórmulas, en términos de inelección de determinados cargos. La cartografía de grupos electos habría mutado sustancialmente, aunque, bien es cierto, el centro de gravedad del conflicto político se hubiese situado en ese primer momento. Ha podido ocurrir, como lamentablemente ha venido ocurriendo en este país en las últimas dos décadas, que hayamos jugado a aplazar el conflicto, cuando, en fuerza de nación y de ley, los conflictos se solucionan en origen y no en estado de descomposición. El Tribunal Constitucional vino a dar aceptación a estas fórmulas en diferentes ocasiones (STC 8/1985, de 25 de enero y 119/1990, de 21 de junio) y, una vez más, fijó el destino de este país. Pero hablando de Mas, recuérdese que el President cuando tomó posesión de su cargo, y a la pregunta de si prometía por su conciencia y honor cumplir fielmente con las obligaciones del cargo de President de la Generalitat de Cataluña con fidelidad al Rey, a la Constitución, al Estatuto de Autonomía y a las instituciones nacionales de Cataluña, respondió: “Lo prometo, con plena fidelidad al pueblo catalán”. Con lo sencillo que es pronunciar lisa y llanamente la palabra “acatar” la Constitución que, en algún momento, por arte de birlibirloque, se convirtió en “atacar” la Constitución.

Así todo, en el mundo de lo efímero y de la representación, donde la simbología de la cruz se sustituye por la simbología de la chacota, a nadie le extrañaría que se prometiese por Hitchcock, por el pato Donald, por el sobrino de la Bernarda, o que se jurase en el nombre de la rosa. A la rosa y al puño. Como señala Umberto Eco, “la rosa es una figura simbólica tan densa de significados que ya no tiene casi ninguno más”. Y no andaba desatinado en tal razonamiento cuando daba cuenta del título de su principal novela, pues hay rosa mística, la guerra de las dos rosas, los rosacruces, las rosas que han vivido aquello que viven las rosas, y hasta Rosa Luxemburgo o Rosa Chacel. “En nombre de la rosa” contiene un fenómeno contrastable e ineluctablemente vinculado a las personas que se consagran a Dios. Los monjes prestaban también juramento de castidad, amén de velar por el bienestar de la Iglesia de y de la comunidad. La pena penitencial por conculcar el orden y el juramento, por contradecir el ideal cristiano, era despiadada y mortífera: ¡Queríamos adelantar el momento del castigo, éramos la vanguardia del emperador enviado por el cielo y por el papa santo, debíamos anticipar el momento del descenso del Ángel de Filadelfia, y entonces todos recibirían la gracia del Espíritu Santo y la Iglesia se habría regenerado y después de la destrucción de todos los perversos solo reinarían los perfectos!”. El castigo no era viático para la restitución moral sino que era, en sí misma, fórmula de condena, donde el desmembramiento progresivo del cuerpo no era vía de arrepentimiento y de enmienda, sino era la vía de perduración del vejamen. En el ideal colectivo de la política, ligada al poder interno y externo, la promesa es conciencia gregaria de pertenencia a la colonia de partido, y no cabe la crítica, por certera y edificante que sea. Y al sedicente se le somete a escarmiento y mortificación, ya sea en la escala íntima de decisiones, o en plaza pública, que mayor punición es.

En la obra de Umberto Eco, prodigiosa en su concepción y en su tesis, la herejía se presenta como una manifestación prístina de pensamiento natural donde el hombre puede manifestarse en libertad, actuar y pensar en igualdad e invocar la construcción de una comunidad donde se igualen las opciones, el conocimiento y hasta el criterio. Existen muchas concomitancias entre el celo jerárquico y el sofocamiento preburocrático de ideas que hay en los partidos políticos y el rigor de la ley de Dios impuesto por la Iglesia medieval. Pues no es herejía afirmar que es menos dañino moralmente faltar a tu propia promesa dada que faltar a la confianza ciega de quien te nombró. Sustituir crucifijo por presidente en una toma de posesión, y no será necesaria la iconografía de la cruz, porque el temor al designante es, a todas luces, mayor al temor de una instancia sobreterrenal. Tal como ocurría en el siglo XIV donde las personas estaban constreñidas de manera estricta a las estipulaciones de la Iglesia, así rigen los designios de los partidos políticos y del poder constituido, donde no hay palabra ni opinión fuera del catón impuesto. Palabra de partido. Palabra de Dios: “nuestro deber es custodiar el tesoro del mundo cristiano, y la palabra misma de Dios, tal como la comunicó a los profetas y a los apóstoles, tal como la repitieron los padres son cambiar ni un solo verbo, tal como intentaron glosarla las escuelas, aunque en las propias escuelas anide hoy la serpiente del orgullo, de la envidia y de la estulticia. En este caso dos aún antorchas, luz que sobresale en el horizonte. Y, mientras está muralla resista, seremos custodios de la Palabra divina”.

Para la protección del verbo sagrado, o del oficialismo político, es necesario dotar una estructura de perseguidores y delatores, asunto escasamente complejo, pues bullen con vida propia aquellos que buscan beneficio propio a pérdida de cualquier damnificado. Es el sentir y la llamada del cazador del cuento del Blancanieves. En una aproximación simple, pero semiexacta al mundo de la política, existen dos clases de políticos. Los que se ha criado en establo, bajo el amparo de un buen pastor, con la manduca y el abrigo garantizado, y los que se han criado en la selva y en la sabana, que depredan y comen, como respiran, porque nada hay en ellos que les haga tener conciencia de culpa. Reconozco que yo he sido animal de corral. Por ello, cuando he sufrido ataques de animales salvajes que han entrado en el establo, me ha costado entender la razón del ataque. Es la ley de la supervivencia. Comen o eres comido. Son cazadores e inquisidores, indiferentes a la verdad o a la mentira. La paradoja, luminosamente reconocida también en “En el nombre de la rosa” es que los propios inquisidores, inconscientemente, dan pie a que se propaguen los herejes: “Y éste es el daño que hace la herejía al pueblo cristiano: enturbiar las ideas e impulsar a todos a convertirse en inquisidores por beneficio de sí mismos: porque lo que vi más tarde en la Abadía me ha llevado a pensar que a menudo son los propios inquisidores los que crean a los herejes. Y no sólo en el sentido de que los imaginan donde no existen, sino también porque reprimen con tal vehemencia la corrupción herética que al hacerlo impulsan a muchos a mezclarse en ella, por odio hacia quienes la fustigan. En verdad, un círculo imaginado por el Demonio, ¡que Dios nos proteja!” Así pues, para quien creyó que sería suficiente con extender el régimen del miedo político con una cohorte de cazadores e inquisidores, le hubiera bastado con leer alguna obra de interés, como ahora la de Umberto Eco. Hay quien nunca saldrá del espejo de la madrastra de Blancanieves.

Los frailes, así como los críticos en el mundo moderno, entre tormentos y sevicias, persiguen a muerte a los que no piensan igual, si pensar fuese delito o pecado grave. Existen muertes civiles por defender ideas del mismo modo que existían muertes físicas por defender razones o creencias nuevas en la Abadía. Pero es que “En el nombre de la Rosa”, a semejanza de lo que ocurre asombrosa y pavorosamente en el momento actual, basta con que el inquisidor señale lo que considere errado, en falta de herejía, no porque realmente exista pecado o incorrección, sino porque, siendo indiferente la índole y la existencia o no de delito, es la única forma de conservación del poder. Así es también en la actualidad: “El cillerero había caído en la trampa. Estaba dividido entre dos urgencias: la de descargarse de la acusación de herejía, y la de alejar de sí la sospecha de homicidio. Probablemente, decidió hacer frente a la segunda acusación… Por instinto, porque, a esas alturas su conducta ya no obedecía a regla ni conveniencia alguna”. Jorge, en la obra, intenta evitar por todos los medios posibles que el segundo libro de la poética de Aristóteles no fuera leído por los demás monjes, pues en la lectura y propagación de la obra podía estar la pérdida del equilibrio. En ese entorno conflicto, la Iglesia se vio obligada a ceder con el único objetivo de preservar su mandato, pero con la convicción firme de que solo cedían en espacios de pensamiento y de poder colaterales, dejando intactos los espacios más importantes de poder. Para seguir ejerciendo el control, al menos a un ritmo y a una proyección de tiempo dado, es conveniente ceder en lo superficial, ocultando la máxima de que el poder nuclear no se toca. Funcionan como distractores e instrumentos de persuasión, pues lo medular, lo axial, lo esencial, que es el poder y sus nutrientes, no se pueden ver afectados. En este proceso de cambio, muchos herejes y relapsos caen por el camino, ante la mirada complaciente y burlona de los que hasta un minuto antes de morir les acompañaban. Nadie agradecerá, entre sus coetáneos, el esfuerzo y la dedicación por cambiar la comunidad. Es el precio del atrevimiento, es el precio del olvido.

Ilustraciones de Javier Montesol



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Sobre el Autor

Mario Garcés Sanagustín

Mario Garcés Sanagustín

Interventor y Auditor del Estado. Inspector de Hacienda del Estado. Miembro del Consejo Académico de Fide.

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