
De Delibes se pueden hacer muchas afirmaciones y todas ellas probablemente sean ciertas. Delibes es autor costumbrista, de brillante dialectología y erudición sociolingüística, fedatario de su tiempo y retratista humano, urdidor de contrastes y, por eso mismo, de conflictos vitales, de enfrentamientos de universos dicotómicos en un mundo en estado constante de evolución. Sesenta años de la historia de España en una pluma que perfila condiciones y cualidades, y que transita como un orfebre por la arcilla de este país. Campo frente a ciudad, agrarismo frente a tecnología, padres frente a hijos, hombres frente a mujeres. El contexto literario de la obra de Delibes se nutre de las incoherencias de una sociedad que se transforma a pesar de sus resistencias. Forma parte de un catálogo de autores tan necesarios para describir una época de nuestra historia que, a fuerza de ser necesarios, son olvidados frecuentemente: Ramón J. Sender, Juan Marsé, Luis Martín-Santos, Juan Benet, Juan Goytisolo y hasta Manuel Vázquez Montalbán. Y son olvidados por el rito litúrgico del desprestigio ideológico o de la presunción de culpa que castiga la vacua intelectualidad de nuestros coetáneos. No hay vacuna para la estupidez. Sorprende el olvido de Sender en su propia tierra, en Aragón, o la falta de reconocimiento suficiente de un novelista irrepetible como Marsé o la banalización incruenta de la obra flagrante de Montalbán. Ni qué decir tiene lo que ocurre con Delibes, abatido absurdamente por su propia escopeta, más que nunca escopeta nacional. No sorprende si se leen algunos de los libros que han arrasado este verano en nuestras librerías. Es un síntoma de empobrecimiento, de que caminamos a veces inconscientemente y de modo irremediable hacia los confines de la indigencia intelectual. Basta pasearse por Madrid en la Feria del Libro en El Retiro y fácilmente se comprenderá esta afirmación. Delibes se ha convertido en autor de lectura obligatoria en territorio común, porque la foralidad y el nacionalismo intuyo que injurian su obra. Pero para los que mantenemos la capacidad de disfrute intacta, aislada del ruido de las novelas rápidas y del invierno literario, nos queda Delibes.
El goce de la lectura de Delibes es incontestable, tanto por su relevancia lingüística, como porque identifica determinadas divisas ideológicas o, en el mejor de los casos, políticas, del momento, tales como el enfrentamiento entre las dos Españas y el trance de la reconciliación, la intolerancia de una sociedad autárquica frente a la libertad y la tolerancia que se abren paso conforme su obra se adentra en los ochenta, el inmovilismo patriarcal frente al activismo larvado del universo femenino que puebla la obra del autor. Escuchando estos últimos meses algunos discursos doctrinarios, cuesta creer que haya políticos que hayan nacido en los ochenta y en los noventa, cuando rayan la paranoia intentado recordar el tardofranquismo o la transición como emblemas de su patulea de palabras. Viven su propia distopía, su irrealidad a costa de repetir como una salmodia una historia antigua que no se sabe muy bien quién les contó. Pero para narrar una historia o para urdir un relato político, sírvanse de acudir a las fuentes y de releer a los clásicos, porque presiento que tanta exposición pública y tanto tactismo 2.0 les puede llevar a alguno al más irremediable de los esperpentos. Y esta reflexión viene a cuento de que cuando hablan, más allá del cansancio existencial que produce la indigesta proclama ideológica a todas horas, pienso que están viviendo atrapados en el despacho de Mario, no el mío, sino el de ese personaje difunto de cuerpo presente, al que su viuda, Carmen, le dedica un soliloquio único. Cinco horas en las que narra treinta años de un matrimonio fracasado. En el pasado debate de investidura, hubo diputados que no parecían que habían salido de ese espacio escénico, volcados en sus analepsis, rehenes de su pensamiento retrospectivo. “Cinco horas con Mario”.
Pero antes de adentrarme en ese fabuloso mundo de Carmen y Mario, conviene poner en contexto el universo femenino en la obra de Delibes. Y como notario desprendido de su tiempo, Delibes perfila el mundo de la mujer con una riqueza inagotable de matices, aun cuando en muchas de esas obras son personajes funcionales. No puede Delibes en su retrato cambiante de la sociedad española hurtar el proceso de transformación que experimenta la mujer, su posición cambiante en el orden doméstico y su incorporación con voz propia a un mundo nuevo de libertades y mayor tolerancia. Pero, por extraño que parezca, ya en su primera obra “La sombra del ciprés es alargada” (1948) antagoniza el cliché de la mujer vetusta y sumisa de doña Gregoria con dos contrapuntos femeninos, antítesis de la tesis misma de la novela: por un lado, su propia hija, Martina, que en su vitalismo huye de la claustrofobia de su hogar, para volver rendida y víctima del determinismo de la época. Por el contrario, el otro personaje femenino es una mujer americana, Jane, que simboliza el nuevo mundo, conduce, nada más y nada menos, que su propia coche, y representa una humarada de apertura y libertad al enclaustramiento social de la Ávila de mediados del siglo XX. Mujeres sumisas y dominadas son también la madre del Mochuelo en “El camino” (1950), o la esposa y la amante, Adela y Paulina, de Cecilio Rubes en “Mi idolotrado hijo Sisí” (1953). Con “Diario de un cazador” (1955) y “Diario de un emigrante” (1958), el perfil de la mujer no sufre grandes alteraciones, pues en ambas obras, Anita es mujer de conducta predecible y recta, espontánea cuando debe serlo y replegada a la formalidad del matrimonio cuando se desposa con Lorenzo. Será a partir de “Cinco horas con Mario” (1966) cuando la mujer da un paso adelante en el entramado narrativo y va adquiriendo protagonismo. Desde este momento, queda retratada la mujer en su encrucijada, pues después vendrá “El príncipe destronado” (1973) en el que el personaje de Mamá es vilipendiado a cada momento por su ominoso marido, Papá, un imbécil que proyecta todos sus complejos y reproches sobre su esposa, ejemplo del acoso que vivieron muchas mujeres de la época y que, lamentablemente, también todavía se sigue viviendo en algunos hogares. Delibes hace un esbozo portentoso de la misoginia y de la incomprensión, para devolver a la mujer injuriada toda su dignidad. Pero el mayor redentorismo femenino se percibe en “Las guerras de nuestros antepasados” (1975), donde el contraste es brutal: frente a la abuela y a la madre que indolentemente callan ante la jerarquía seudomoral del hombre, rompen esa parálisis Corina, la hija que se subleva contra los desmanes y desvaríos de los hombres de la familia, y Candi, una mujer que vive en la ciudad después de abandonar el pueblo y encarna los valores de la liberación femenina, incluso con una radicalidad muy simplista, pero que permite hacer frente a la vesania del patriarcado machista rural. Pero volvamos con Carmen y Mario a su despacho en 1966.
“Cinco horas con Mario” es la novela de un adulterio, la fotografía en blanco y negro del pequeño burgués español en su vida de provincias, un enfrentamiento entre una mujer viva, que representa paradójicamente valores en vías de extinción, con un hombre muerto, que, al contrario, encarna los valores de una sociedad liberal y progresista, en definitiva, de una sociedad en movimiento. Carmen es un verdugo que colma con reproches a Mario, quien “pereció por tenérselas tiesas con los que mandan y ceder con los desarrapados”. Mario es coherente con su dignidad, mientras que Carmen vive de su hipocresía, y por eso reta a su marido a ceder a las tentaciones de promesas de puestos políticos, a cambio de sobornos y colaboraciones con la prensa del Régimen. Pero Mario rehusa participar en ese espectáculo fariseo, se siente liberal hasta sus últimas consecuencias, la muerte, mientras Carmen está instalada en el pensamiento único y en el nacionalcatolicismo, es un paladín del orden establecido y de los peajes del poder franquista, por lo que no puede ver a su marido como un héroe sino como un idiota de marca mayor. Carmen es, pues, una gregaria adoctrinada por el Régimen, que se apropia de la propaganda oficial como quien respira cada día, una autómata desprovista de conciencia y criterio propio.
En ese manifiesto social del Régimen hay dos verdades absolutas que suscribe sin piedad la protagonista: por un lado, el sistema de clases es un sistema bueno en esencia y no debe ser cuestionado, y, de otra parte, la asignación de roles en función del género de cada uno. Para el primer caso, le espeta Carmen a Mario “que con la gente baja te achicarás, con lo sencillo que es darles cuatro voces y, en cambio, con la gente bien, inclusive con las autoridades, se te soltase la lengua y a desbarrar”; para el segundo supuesto, el ideal de feminidad es “saber pisar, saber mirar y saber sonreír” y “la mujer que sabe latín no puede tener buen fin”. Pero ese dogma de fe, al abrigo del Concilio Vaticano II, no le impide a Carmen tener una relación extramatrimonial con Paco, toda vez que su posición de poder y su adaptación a las prebendas del Régimen, como buen arribista, le hacen acreedor de su amor, frente a la resistencia estéril del liberal de su marido. El equilibrio de la sociedad se basa en la existencia de clases, en posición reglada de jerarquía y dominación, y que acepta la corrupción como algo normal, incluida la corrupción moral. Es el desarrollismo el que embarcó a muchos españoles en la nave de la especulación y del medro, mientras en paralelo se agrietaban todas las compuertas de la moral tradicional.
El pensamiento de Carmen se condensa en algunas máximas que, de un modo u otro, va reproduciendo a lo largo de la novela: la indiscutible existencia de un orden establecido donde el súbdito obedece sin rechistar a las fuerzas que ostentan la autoridad patria; la legitimidad de la Guerra Civil como cruzada para la liberación del país; o la incontrovertible legalidad de un Gobierno autoritario, al que le empieza a asomar cierto rubor monárquico en su despiece final. Carmen es la portavoz de las consignas oficiales, pero no por ello tiene un conocimiento de la política nacional, que en realidad desprecia, sino que hace de esa propaganda su santo y seña para componer sus convicciones domésticas en una sociedad provinciana. Hay una dialéctica meridiana entre el inmovilismo y la intransigencia que representa Carmen, para la que no cabe tender puentes con los reformistas, y el aperturismo liberal de Mario, para el que ortodoxia y heterodoxia son meras simplificaciones intelectuales y donde la integración de las dos Españas puede reforzar el sistema, fundamentalmente en un momento de cambio. Silencio oficial o diálogo oficioso. Algo comienza a moverse en el Régimen, avistando su fin irremediable en un sur de una Europa que bulle, de modo que también la retórica oficial comienza a cambiar. Pero Carmen no lo entiende, fiel a su paramento ideológico de soflamas bien aprendidas. Sufre el derrame esquizoide de quienes fueron programados para un pensamiento único de por vida y ven como se desparrama todo el castillo de argumentos porque los propios patrones del Régimen han de subsistir atemperando su discurso. Como doctrina de Gatopardo, todo debía cambiar para que todo siguiera igual, esto es, para que quienes mandaban lo siguieran haciendo. Y fácil es entender las patologías que este cambio produjo en algunas mentes monolíticas como la de Carmen. Quizá Carmen encuentra en el adulterio su propia forma de desmoronamiento moral. Eso no es un escándalo para su moral sesentona. Pero sí es escandaloso pensar como Mario cuando llegaba afirmar en vida que sus dos hermanos, republicano uno y nacional otro, “pensaban lo mismo” y que no tenía dudas de que se podían hallar “héroes de los dos lados”. A mí me escandaliza que haya representantes políticos que hayan hecho del maniqueísmo su forma de entender la sociedad, dividiéndonos en buenos y malos, honestos y deshonestos. Lo dicho, no habían nacido pero alguno transita todavía por el viejo despacho de Mario.