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Melville en julio (o la raíz de la desobediencia)

«I would prefer not to». De una proposición tan básica desde el punto vista gramatical y tan devastadora y radical desde el punto de vista moral, arranca, a mi juicio, la literatura del absurdo a mediados del siglo XIX de la mano de Melville. Después de fracasar originariamente como novelista con su novela «Moby Dick», el escritor neoyorkino optó por lo que en la época se consideraba un género menor como el relato corto -tan menor que quien escribe lo sigue cultivando hoy en día- y prueba en 1853 con «Bartleby te Scrivener: a Story of Wall Street», un experimento literario adventicio de la obra posterior de Kafka, de Beckett, de Camus o del propio Borges. La trama es minimalista, si se puede reconocer que existe trama: un abogado autocomplaciente de Nueva York contrata a un nuevo escribiente para compensar la falta de rendimiento de sus tres empleados. Enfrentado a una ventana desde donde contempla la construcción de la megalópolis, el nuevo empleado comienza a trabajar. Un buen día, rechaza la orden de su jefe para que examinen un documento conjuntamente, bajo la respuesta lacónica «I would prefer not to». Desde ese instante, el escribiente, un hombre sin memoria aparente ni biografía, se resiste a aceptar los nuevos encargos del abogado, replicando siempre la misma frase. El abogado, arrastrado hasta los límites de la razón por la actitud de su empleado, decide despedirlo, pero Bartleby se niega a abandonar la oficina. Huyendo del absurdo de la situación, el abogado opta por mudarse a unas nuevas oficinas, pero el escribiente decide quedarse en su despacho. Bartleby es aprehendido por la policía ante su resistencia a abandonar la oficina que había convertido en su hogar, y es finalmente encerrado en la cárcel, donde se deja morir por inanición. No es una mera coincidencia que en el otro relato escrito ese año por Melville, «Cock-A-Doodle-Doo», el protagonista acaba feneciendo asimismo por desnutrición. «I would prefer not to». 

Cada personaje de esta narración cumple una función representativa, de modo que interesa describir el enfrentamiento entre los dos principales personajes desde su identidad; una suerte de duelo entre una realidad acomodaticia y simple, abocada a un orden lógico, y una nueva realidad alienada y perturbadora, abocada a cuestionar, aunque sea por mera resistencia pasiva, el equilibrio perpetuo de las cosas. Así, el abogado se presenta a sí mismo, su yo narrativo, como una persona con pasado, con una personalidad anodina y previsible, como una encarnación de lo esperable en un mundo ordenado: «Soy un hombre que, desde su juventud, ha estado imbuido de una honda convicción de que la mejor forma de vida es la más sencilla, de ahí que, aunque mi oficio exija, en ocasiones, una energía y un nervio proverbiales, hasta rozar el desvarío, no haya permitido jamás que nada de esto turbe mi tranquilidad. Soy uno de esos abogados sin ambiciones que jamás se dirige a un jurado, ni hace por atraer el aplauso del público». Impertérrito, desprovisto de ambición, ataraxico en el más sentido estricto del término, el abogado representa la seguridad, la certidumbre y la prudencia. No hay nada en él que invite a la rebelión ni al inconformismo. No en vano es abogado, que no es casual que Melville atribuyera esta condición al yo narrativo, como representante de la ley y del orden cabal. Por el contrario, Bartleby carece de pasado, no hay rasgo biográfico que dé cuenta de su vida, salvo al final, en el que, como recurso literario pero también como esbozo y justificación de vida, se descubre que trabajó en la oficina de cartas muertas, las cartas no reclamadas, en Washington D.C. De él solo sabemos que es «alto y pálido», lo más parecido en la mente del lector a una ánima, a un espectro, a una mera línea esbozada sobre la masa de edificios de Wall Street. El abandono como solución, que no como respuesta activa, equipara las cartas que no llegan a su destino con el hombre varado en la impotencia de un mundo que no le corresponde y que causa alienación. La no-vida, la no-identidad, el olvido. Vean el siguiente diálogo entre el jefe y el escribiente: 

«- ¿Querrías decirme algo sobre ti? 
– Preferiría no hacerlo. 
– Pero, ¿qué objeción razonable puede tener usted para no hablarme? Le tengo simpatía … 
– ¿Qué responde usted, Bartleby? 
– De momento, prefiero no responder».  

El jefe busca una solución a ese problema sobrevenido, una maldición de corte existencial, y ofrece varias salidas, desde el despido con una indemnización copiosa, hasta la posibilidad de que el escribiente vaya a vivir a su casa. El hombre tranquilo, el hombre-sistema libra una batalla interior para intentar descubrir la razón de ese singular comportamiento, de un hombre-antisistema. Y aquí uso el concepto en el sentido genuino, y no como se utiliza en nuestros convulsos tiempos, donde «Preferiría no hacerlo» se convierte, por la moda de la asimilación de los que no querían ser castas en castas de vanguardia a un ritmo meteórico, en un «Preferiría no hacerlo, pero me veo obligado a hacerlo». No es el caso del escribiente, porque Bartleby rechaza cualquier salida, no acepta la caridad ni la lógica del comportamiento social imperante, simplemente dice «no» porque ha elegido el «no» como opción, sin que ello nos haga presentarnos al personaje como un antihéroe atormentado. Bien al contrario, a quien el rechazo radical hace perder pie es al abogado, que va sumiéndose en un piélago de contradicciones, de repulsión y de búsqueda de una salida que le permita huir del problema, si bien le sobrecoge y le debilita no hallar una explicación coherente, en un mundo de justificaciones regladas, a la conducta antisocial y terminal de su empleado.  

«I would prefer not to». Es una expresión de alambique, manierista, porque en vez de pronunciar una negativa categórica, un «no» sonoro, introduce una solemnidad ruidosa con su «prefer», una expresión soberbia y displicente, «polite» en la acepción más anglosajona del término. Es una expresión al punto intolerable por inconmensurable, incomprensible por absurda, imposible por inaudible en una sociedad que expulsa a cualquier tipo que no se acoja a las reglas establecidas. Déjenme que descompongamos la expresión en dos partes. Por un lado, desde un punto de vista etimológico, «preferir» procede del latín «praefero», donde «prae» significa «antes de» y «fero», sufrir. Así, Bartleby podría utilizar la negación como una fórmula pretendida para soportar el sufrimiento, una pulsión genesiaca para evitar el dolor en un mundo que no le es dado y que no entiende. De otra parte, la terminación «not to» siendo gramaticalmente correcta, no deja de ser una expresión radical, una función lingüística que coloca al lector al límite, haciendo de la retórica de la solemnidad el mayor de los gritos desgarradores contra la realidad tal como es concebida en una sociedad en profunda transformación como la que bullía en la Norteamérica del Este a mediados del siglo XIX.  

Una de las particularidades de nuestro personaje es que no es un héroe trágico, ni un nihilista convencido, ni un decadente. Sencillamente no es. Y como no es, a diferencia de los que ahora dicen no ser par convertirse en un día al glamour del ser, no reacciona contra nada ni contra nadie. Ni siquiera contra si mismo. No hay ideal, ni acción ni reacción. No hay nada. Bartleby pasa largos periodos de la narración asomado a la ventana, con vistas a un muro ciego de ladrillos. La no-visión, la no-actividad, la no-vida, la no-identidad. Un hombre sin atributos como en la obra de Musil. ¿Cabe entender que la negación total es una forma de dominio absoluto de nuestras personaje? Lo dudo y no me siento con fuerzas de opinar, cuando el propio Melville deja a Bartleby a merced de su mirada pálida, pues solo siente y padece el yo narrativo del abogado.  
La representación de esta tragedia del «no» en el centro de un Wall Street que se convertirá con el paso del tiempo en el centro del mundo no es una figuración baladí. La caverna de Platón se reconoce en los bloques de hierro y hormigón que se erigen en la metrópoli, así observa el escribiente la realidad en las «walled streets». Y allí es donde Bartleby se enfrenta a un mundo irreconocible, imposible, irreconciliable con un «yo» que asume el «no», quizá como una victoria antes que como una derrota. No quiere el escribiente pertenecer a esa sociedad, así de sencillo, y es plenamente consciente de ello cuando pronuncia casi al final la frase «Sé donde estoy». Y como toda sociedad se ordena bajo reglas, jurídicas y morales, tampoco es fortuito que el empleador sea un abogado, aquel a quien corresponde la aplicación e interpretación de la ley. Bartleby se subleva contra la ley, pero no de forma reaccionaria y beligerante. Esencialmente, niega la ley. La ley se convierte en un exceso inabordable para un trazo de vida que, en su consciencia más nítida, concluye en el abandono. Esa ley que se nos presenta como un imperativo categórico, como un signo de imposición de voluntades, se topa con la mayor de las calamidades posibles: que un sujeto opte por la más irracional de las opciones posibles que es incumplir la orden. El no-sujeto me recuerda aquella fotografía de un ciudadano anónimo deteniendo un carro de combate en Moscú. Pero hay una gran diferencia, y es que Bartleby preferiría no detener ningún tanque, porque no reacciona físicamente ni siquiera contra la barbarie. No es nihilista, porque ni siquiera puede serlo. Y lo más grave, o quizá lo más esperanzador, es que «la preferencia por el no» tiene un efecto-contagio, y se inocula involuntariamente en más individuos, como de hecho pasa también en la historia de Melville donde el resto de empleados empiezan a utilizar también la expresión «preferir». «I would prefer not to». Es hora de terminar esta entrada, aunque preferiría no hacerlo

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Sobre el Autor

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Mario Garcés Sanagustín

Interventor y Auditor del Estado. Inspector de Hacienda del Estado. Miembro del Consejo Académico de Fide.

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